Como había mencionado en mi primer post, el de la gloriosa heladera que ahora está llena de productos de primerísima calidad :D, tengo que contar poquito a poco los episodios que me llevaron a vivir durante siete años y pico a base de préstamos y otras artimañas.
Y no es que sea forra porque me mantuve en esta situación del 2008 a mitades del 2013, o sea, la mayor parte del tiempo que llevo viviendo en Buenos Aires. Lo que pasa es que la convivencia es un caso digno de estudio: uno se pasa la mayor parte de su adolescencia pensando en independizarse y cuando por fin lo logra, aunque sea en parte, se pasa la otra parte del tiempo quejándose de cómo le tocó tener esa independencia.
El hotel queda por calle Perú, en una zona pintoresca justo a un costadito del Microcentro llamada Monserrat, aunque muy pocos saben que ése es el nombre del barrio; a mi parecer, una ubicación ideal porque no está en medio de todo el quilombo ni muy lejos como para tener que caminar mucho. Para el cómodo recién llegado a la gran ciudad que no le gusta caminar mil cuadras, tomar mil coles y caminar otro tanto más, está perfecto, porque casi todos los colectivos y subtes pasan por esa zona. Tenía el monumento del amadísimo Julio Argentino Roca muy cerquita, además de la torre del Palacio de la Legislatura –que se ve en la imagen que robé, ya voy a sacar una foto propia, perdón–, la Plaza de Mayo, el Cabildo y bocha de referencias más: imposible perderse salvo que seas idiota o tengas un pésimo sentido de la orientación. Confieso que por ahí me confundían las diagonales, entonces me alcanzaba con estar al lado del querido Roca para ubicarme.
¿La mejor parte? Durante el fin de semana no hay un alma, silencio absoluto, porque esta parte de la ciudad es de oficinas y casas centrales de X comercios, así que para el viernes a las 6 de la tarde, todo el mundo raja.
El edificio era de estos antiguos, estilo San Telmo, todo de inicios del siglo XX, ascensor incluido. Mi primera época la viví en el tercer piso en una habitación con balcón ubicada a través de un pasillo con puerta, cosa que me daba aún más privacidad, sería de unos 30 m2, quizás un poco más y venía con unos cuantos muebles, como el ropero antiguo y enorme, una mesa y 3 sillas, un sofá viejo de un cuerpo y una cama, que usaba de apoya-todo porque me había comprado un sommier. El piso de madera estaba lleno de astillas y el polvo se acumulaba con facilidad y salvo eso, estaba muy conforme con el lugar; la vista me resultaba agradable y el techo alto siempre da sensación de grandeza y expansión, había espacio de sobra para mis pensamientos.
El hotel estaba compuesto de dos pisos con una cierta cantidad de habitaciones dentro, yo viví en ambos y por eso sé cómo eran las dinámicas mejor que nadie. El primero era el más viejo de todos, incluso la gente porque al menos tres o cuatro inquilinos habían vivido allí hace más de 10 años y ninguno de los espacios había sido refaccionado hace bocha de tiempo. El segundo piso, en cambio, se veía mucho mejor; el dueño había invertido para reciclarlo y esperaba recibir inquilinos extranjeros para cobrarles más caro.
La del primer piso daba pena, las paredes manchadas y destartaladas estaba acompañadas de unos azulejos que en algún momento habían sido blancos. Tenía una heladera viejísima y grande de la que ya hablé antes, una mesa del tamaño de las de restaurant, dos sillas de distinto estilo con el forro y cuero gastado, una mesada de mármol viejo y torcido con un lavabo hondo y grande –ideal para lavar muchos platos– y una de esas cocinas industriales antiguas, no sé bien cómo se llamaban, pero era larga y daba espacio para tres personas, algo así, solo que sin hornos, sin nada abajo. Después, el dueño sacaría esa cosa porque daba pérdidas de gas y pondría una cocina común y corriente en su reemplazo.
La cocina del segundo piso se veía bonita al principio, heladera nueva, cocina nueva equipada con bandejas para el horno, termotanque nuevo, mesas y sillas nuevas y hasta tenía microondas, que no duró mucho porque el dueño se lo terminó llevando a modo de castigo por el mal uso de los huéspedes y porque en menos de tres años, la cocina en general, se terminó desgastando.
En cuanto al baño del tercer piso, no recuerdo mucho, capaz lo quise olvidar porque era muy feo y para una mujer, los baños son sagrados, bah no sé, pero para mí es así. La ducha era viejísima, yo misma un día compré una cortina de baño y la instalé, el espejo estaba hecho pelota y lo único que me gustaba es que era igualito al de la escena en la que Terminator se saca el ojo. Algo a favor de su estética: el inodoro jamás se rompió. Otra cosa mala era que para llegar al baño tenías que subir unos cinco escalones, con superficie de mármol o algo parecido a ese material, todos desnivelados; si eras nuevo, te daban ganas y te animabas a salir a la noche hasta allá, lo más probable es que te tropezaras y te dieras un flor de golpe antes de llegar arrastrándote a la puerta, ojo, naaada de eso me pasó a mí.
Uno de los disgustos por los que nunca tuve que pasar en el baño del tercer piso fue el de ducharme y que el agua comenzara a rebalsar por la cantidad de pelos estancados en la tubería ¿Por qué? Simple: en el tercero, la mayor parte del tiempo, solo vivían hombres. En todo caso, es muy probable que alguno de ellos se llevara ese disgusto por algún olvido mío de quitar mis propios pelos, porque ese tipo de cosas pueden ocurrir. En el segundo piso ocurría demasiado seguido y para suerte del resto de los huéspedes, el pelo que el dueño sacaba al usar la sopapa siempre era de un rubio teñido –una de las lesbianas–, así que el resto quedábamos libres de sospecha.
El tema de la heladera es un asunto general: siempre hubo algún avivado que a falta de tener su propia gaseosa o padecer hambre, se robaba el yogurt, leche, queso del otro y sí, la mayor parte de las veces eran lácteos. Contra el hurto no se podía hacer nada más que quejarse bien al pedo porque todos, en ambos pisos, conocíamos los horarios de los demás y sabíamos muy bien cuando ir a la cocina a alimentarnos de la comida ajena. Traté de usar la heladera lo menos posible para evitar ese tipo de disgustos y cuando empecé a trabajar, pasaba aún menos tiempo y dejé de conocer el horario rotativo de mis compañeros de piso.
El castigo del microondas en el segundo piso fue impuesto debido a meses de mugre, la gente explotaba cosas dentro del hornito y no lo limpiaba. Lo mismo pasaba con la cocina, la pileta que se llenaba de restos de comidas –más cañería tapada y atracción ideal de las cucarachas– y el piso mojado o con manchas de grasa resecas; esto se aplicaba para ambos pisos porque siempre había algún sucio por ahí. La diferencia está en que, de alguna manera, la gente del segundo piso se las ingenió para estropear una cocina nueva en tiempo récord, mientras que la del tercero, destartalada y todo, conseguía sobrevivir al paso del tiempo.
En el tercer piso me adoraban, era la única mujer y la más joven. Era la muchachita de provincia que comenzaba su camino de independencia y aventura en la monstruosa Buenos Aires. Los viejos me daban más charla –medio embole eso– y se interesaban mucho por mí, me daban consejos y me preguntaban cómo me iba con la carrera, si tenía novio, que tuviera cuidado a la noche y el típico:
Por qué siempre me gustó Monserrat
En un mundo vestido de rosa y lleno de filtros Instagram, compartir es una de las actitudes más bonitas del planeta. Dar es dar, afirma Fito y es cierto, pero en algunos casos estoy segura de que muchos empezarían por decir qué depende de con quién se comparte.Y no es que sea forra porque me mantuve en esta situación del 2008 a mitades del 2013, o sea, la mayor parte del tiempo que llevo viviendo en Buenos Aires. Lo que pasa es que la convivencia es un caso digno de estudio: uno se pasa la mayor parte de su adolescencia pensando en independizarse y cuando por fin lo logra, aunque sea en parte, se pasa la otra parte del tiempo quejándose de cómo le tocó tener esa independencia.
Irónico, siempre le tiran de todo a la Patria y al Trabajo, nunca llegan a darle al viejo porque está muy alto. |
¿La mejor parte? Durante el fin de semana no hay un alma, silencio absoluto, porque esta parte de la ciudad es de oficinas y casas centrales de X comercios, así que para el viernes a las 6 de la tarde, todo el mundo raja.
El edificio era de estos antiguos, estilo San Telmo, todo de inicios del siglo XX, ascensor incluido. Mi primera época la viví en el tercer piso en una habitación con balcón ubicada a través de un pasillo con puerta, cosa que me daba aún más privacidad, sería de unos 30 m2, quizás un poco más y venía con unos cuantos muebles, como el ropero antiguo y enorme, una mesa y 3 sillas, un sofá viejo de un cuerpo y una cama, que usaba de apoya-todo porque me había comprado un sommier. El piso de madera estaba lleno de astillas y el polvo se acumulaba con facilidad y salvo eso, estaba muy conforme con el lugar; la vista me resultaba agradable y el techo alto siempre da sensación de grandeza y expansión, había espacio de sobra para mis pensamientos.
Sharing culture
En algún momento hablaré del hombre que me hospedó y de la lista de personajes que llegué a conocer durante todo ese tiempo. Ahora vamos a hablar de las dos instancias de sharing obligatorio a las que cualquier inquilino tenía que acostumbrarse en ese lugar.El hotel estaba compuesto de dos pisos con una cierta cantidad de habitaciones dentro, yo viví en ambos y por eso sé cómo eran las dinámicas mejor que nadie. El primero era el más viejo de todos, incluso la gente porque al menos tres o cuatro inquilinos habían vivido allí hace más de 10 años y ninguno de los espacios había sido refaccionado hace bocha de tiempo. El segundo piso, en cambio, se veía mucho mejor; el dueño había invertido para reciclarlo y esperaba recibir inquilinos extranjeros para cobrarles más caro.
La cocina
Algo así era, pero en color marrón chocolate. |
La cocina del segundo piso se veía bonita al principio, heladera nueva, cocina nueva equipada con bandejas para el horno, termotanque nuevo, mesas y sillas nuevas y hasta tenía microondas, que no duró mucho porque el dueño se lo terminó llevando a modo de castigo por el mal uso de los huéspedes y porque en menos de tres años, la cocina en general, se terminó desgastando.
El baño
Una de las cosas que más me gustaban del segundo piso era su amplitud, dos personas con silla de ruedas y un acompañante entraban sin problema. El agua de la ducha caía con fuerza y siempre había agua caliente. Lo malo es que los materiales que el dueño usó para la refacción eran de mala calidad, cosa que al primer mes llegué a ver una baldosa quebrada, capaz porque al colocar el piso no usaron demasiado cemento, el lavabo llegó a tener pérdidas y el inodoro se descomponía cada dos por tres; el viejo se indignaba porque decía que alguien lo rompía, ya que era él mismo quien lo reparaba :B.En cuanto al baño del tercer piso, no recuerdo mucho, capaz lo quise olvidar porque era muy feo y para una mujer, los baños son sagrados, bah no sé, pero para mí es así. La ducha era viejísima, yo misma un día compré una cortina de baño y la instalé, el espejo estaba hecho pelota y lo único que me gustaba es que era igualito al de la escena en la que Terminator se saca el ojo. Algo a favor de su estética: el inodoro jamás se rompió. Otra cosa mala era que para llegar al baño tenías que subir unos cinco escalones, con superficie de mármol o algo parecido a ese material, todos desnivelados; si eras nuevo, te daban ganas y te animabas a salir a la noche hasta allá, lo más probable es que te tropezaras y te dieras un flor de golpe antes de llegar arrastrándote a la puerta, ojo, naaada de eso me pasó a mí.
La gente
Mi teoría después de años de estudio y trabajo de campo es que las mujeres cuidamos menos lo ajeno y somos más sucias. Me incluyo en el grupo porque me molesta cuando la gente hace afirmaciones de este tipo hablando en tercera persona del plural, pero si el dueño me adoraba es porque yo mantenía ciertas actitudes de convivencia que otros no.Uno de los disgustos por los que nunca tuve que pasar en el baño del tercer piso fue el de ducharme y que el agua comenzara a rebalsar por la cantidad de pelos estancados en la tubería ¿Por qué? Simple: en el tercero, la mayor parte del tiempo, solo vivían hombres. En todo caso, es muy probable que alguno de ellos se llevara ese disgusto por algún olvido mío de quitar mis propios pelos, porque ese tipo de cosas pueden ocurrir. En el segundo piso ocurría demasiado seguido y para suerte del resto de los huéspedes, el pelo que el dueño sacaba al usar la sopapa siempre era de un rubio teñido –una de las lesbianas–, así que el resto quedábamos libres de sospecha.
El tema de la heladera es un asunto general: siempre hubo algún avivado que a falta de tener su propia gaseosa o padecer hambre, se robaba el yogurt, leche, queso del otro y sí, la mayor parte de las veces eran lácteos. Contra el hurto no se podía hacer nada más que quejarse bien al pedo porque todos, en ambos pisos, conocíamos los horarios de los demás y sabíamos muy bien cuando ir a la cocina a alimentarnos de la comida ajena. Traté de usar la heladera lo menos posible para evitar ese tipo de disgustos y cuando empecé a trabajar, pasaba aún menos tiempo y dejé de conocer el horario rotativo de mis compañeros de piso.
El castigo del microondas en el segundo piso fue impuesto debido a meses de mugre, la gente explotaba cosas dentro del hornito y no lo limpiaba. Lo mismo pasaba con la cocina, la pileta que se llenaba de restos de comidas –más cañería tapada y atracción ideal de las cucarachas– y el piso mojado o con manchas de grasa resecas; esto se aplicaba para ambos pisos porque siempre había algún sucio por ahí. La diferencia está en que, de alguna manera, la gente del segundo piso se las ingenió para estropear una cocina nueva en tiempo récord, mientras que la del tercero, destartalada y todo, conseguía sobrevivir al paso del tiempo.
Cuestión de actitud
En los dos pisos me mantuve en una posición neutral, no me metía con nadie y saludaba a todos. De cuando en cuando aparecía el o la que tenía ganas de chusmear, me prestaba al juego con prudencia y mi ley para todos los casos era estar de acuerdo con todo lo que el otro dijera; de esa forma, la conversación terminaba más rápido –después haré una lista de recomendaciones–. Cuando no lograba convencer del todo con esta estrategia, apelaba a contar algún que otro detalle de mi vida personal –lo que los vecinos quieren saber siempre–, me quejaba de la realidad política del país y de lo mal que está todo –en Buenos Aires, no sos argentino si no hacés eso– y con eso conseguía una salida victoriosa de mi paso por la cocina o el cruce de camino al baño.En el tercer piso me adoraban, era la única mujer y la más joven. Era la muchachita de provincia que comenzaba su camino de independencia y aventura en la monstruosa Buenos Aires. Los viejos me daban más charla –medio embole eso– y se interesaban mucho por mí, me daban consejos y me preguntaban cómo me iba con la carrera, si tenía novio, que tuviera cuidado a la noche y el típico:
"Cuando triunfes y estés por ahí laburando bien, acordate de nosotros".Eso siempre me recordaría lo poco considerados que somos todos con los viejos y que la charla y la convivencia siempre dan experiencia. No creo que vuelva a tener momentos de aprendizaje como esos de nuevo, al fin y al cabo, todas las personas siempre tienen algo interesante para contar y ¿a quién no le gusta una buena anécdota, un buen cuento?